Extravagancias de la novela

por Rosana Bollini (Universidad de Buenos Aires)

 Si hay un saber del que es difícil decir que se pueda “enseñar”, es la escritura. En la escuela vi a los chicos recorrer un camino que, en el paso por las letras pegadas, me evocaba una “historia de la cultura”, hasta que de repente entraban al código que conocemos. En ese salto “mágico” había intervenido un docente. Creo que una de las cuestiones más interesantes es cómo dejar libre esa zona experiencial para que el que escribe realice “su” aprendizaje. Esta zona debe quedar despejada para que aparezcan las formas personales, las metodologías, tanto como la palabra creativa. Cuando se hace escribir a alguien, hay efectos que se buscan y otros que son inesperados. Pero, sin duda, lo haremos retomar un campo discursivo ya existente. Por lo tanto, el desafío es lograr que se sirva de las estructuras, que lidie con ellas, sin que cumplan el mero papel de modelo a alcanzar.
  Buscando algunas respuestas, me propuse este año que los alumnos de primero de la carrera de Comunicación, en la materia Taller I, escribieran una novela. De por sí la novela no es un género transitado en los ámbitos académicos. Sin embargo, dice Saer, un poco en las huellas de Benjamin, es la forma de la narración moderna. Según Benjamin, este género pasa a ocupar el lugar que tenían los relatos de experiencia en las comunidades, en tanto que la forma narrativa cotidiana preponderante en nuestros tiempos es el periodismo, que ya no puede integrarse a la subjetividad. Podríamos hablar un largo rato de la novela, de su aspecto capturable por el mercado, y del predominio de la llamada “no ficción”, o sea, de la alabanza actual de estas mezclas. Los alumnos de primer año no saben muy bien a qué se van a dedicar al término de su formación, pero una posibilidad es el periodismo. Y yo pretendo que se distancien de los decires comunes y realicen cierto descubrimiento. Así que la idea fue que escribieran una novela breve a partir de una fórmula acotada que diera pie al despliegue imaginativo: esperaba enterarme de qué tenían para decir. Me ocupé de aproximarlos a cierta voz accesible, que no fuera un mero relato experiencial, porque obturaría la ficción y sobre todo el trabajo con el estilo. Para que construyeran una mirada crítica, refinada por la ironía, me fui a la picaresca clásica, es decir, más atrás de la variante local. La novela tendría cuatro o cinco capítulos, el primero de los cuales se titulaba “Soy un estudiante universitario”. Una causa exterior al personaje, por ejemplo, un paro por tiempo indeterminado o la falta de recursos de manutención, modificaba el “cuadro” y lo lanzaba hacia aventuras no previstas, trabajar o pensar en el ocio disponible y qué hacer con él. Se trataba de que esta experiencia le dejara algo: advertir aquello en lo que no había reparado, el encuentro con los demás, reconsiderar la vocación, un súbito aprovechamiento de los escasos saberes adquiridos o un cambio radical de vida.
  El personaje, entonces, no estaba plenamente incluido ni en la picaresca tradicional ni en la criolla, sino que retomaba el rasgo más amplio del género: la salida del camino trazado o convencional y cómo sortear una adversidad inesperada. No podían resolver la trama a través de lo fantástico puro, pero sí, como se expuso, exagerar lo habitual. En clase, leímos parte del primer capítulo del Lazarillo de Tormes, para contribuir a la creación del personaje, distanciado por la extrañeza de la lengua, entre lo terrible y lo cómico, y haciendo algunas “traducciones”. Un poco más cerca, los Aguafuertes de Arlt activaban ese aspecto del cinismo clásico que devela la hipocresía. De esa dialéctica, debía surgir el relato. Por un lado, una lengua lejana para figurar un personaje que, con su hálito de inocencia, cae en situaciones que lo superan, pero a las que se sobrepone: una primera persona castigada y potente, a la vez; y, por otro, una lengua muy suelta, no menos extraña, pero vivificante para volverse sobre lo cotidiano y próximo.
 Después de estos contactos, y ya conocida la propuesta, empezaron a escribir. Las lecturas se hacían folletinescamente, hasta donde hubieran llegado con sus ocurrencias. Iban, entonces, pensando a medida que escribían. Decían que no sabían qué le sucedería al personaje, o que no les gustaba el estilo que habían usado, que era un mero borrrador, o que dudaban en llevarlo hacia tal o cual resolución de la trama. Algunos desecharon por completo el material y escribieron otra cosa. En una devolución, le dije a una alumna que no recordaba bien de qué se trataba su novela. “Es que no le pasa nada al personaje”, me respondió, “lo quiero cambiar y escribir algo que me interese”. Un alumno, que había escrito un muy buen relato, y así se lo hice saber, me contestó que no se lo esperaba porque le había dado muchísimo trabajo, que corregía constantemente. En algunos textos, era necesario introducir bastantes correcciones; en otro, un alumno estableció un sistema de preguntas, muy intrincado, hasta que se dio cuenta de que era el efecto que le había causado a él la escritura.
  Conversábamos sobre el estilo como transformación de la voz hablada, porque ahí se jugaban los problemas centrales con la puntuación, el tratamiento del registro, la voz-personaje, muy cerca de sus propias oralidades, que era un riesgo implícito en la consigna. Hablamos de lo difícil de escribir sobre situaciones cotidianas, banales y rutinarias, qué hacer con eso, cuáles son los propósitos de esa narración. Una o dos novelas debieron reescribirse como un racconto, es decir, cambiando la temporalidad inicial, y otra empleó la primera persona con valor testimonial neto, en el caso de una chica ex alcohólica que se dirigía a un grupo de compañeros. En otra novela, un personaje que se sentía discriminado porque era gordo y feo, al suspender su vida estudiantil, se hacía policía pero abandonaba la fuerza durante una manifestación en la que, debiendo reprimir a los docentes, se ponía de su parte, en un “vuelco”, que yo le interpreté, como el de Cruz con Fierro. La historia incluye, además, un peculiar modo de militancia, con autoconsignas de comportamiento, escenas de fútbol nocturno y desencuentros amorosos. La mayoría de las novelas están terminadas y diseñadas como libro, con títulos e ilustraciones de tapa y de interior. La variedad es sorprendente. Y los alumnos que han leído la de algún compañero se admiraron también. El argumento tenía previsto un lugar acentuado para servir de contención a la forma larga y evitar dispersiones que dificultaran la escritura. Por lo tanto, la historia en sí misma, su ideación, era muy importante, también como hipótesis a figurar. En este sentido, algunas novelas presentan una trama contundente: desde un personaje en situación “expresionista”, de rasgos arltianos, que se pone un kiosco en la facultad, gracias a que su ex empleador, un enigmático librero, le regala un ejemplar autografiado por Borges; hasta la reelaboración de discursos políticos y hechos sociales en forma de utopía. También se generaron historias circulares, como la de un estudiante afectado por el paro que termina siendo un profesor que hace paro o la de una chica que se va de gira con un circo, se casa con el mago y tiene un hijo. El diario personal le será dado a leer a ese hijo para alentarlo a que deje al suyo abrirse al mundo. Podría mencionar muchas historias y con más detalle, pero son veintinueve. En las que acabo de resumir, la creación de la trama fue un útil principio constructivo y se advierte en ellas un realismo muy especial. Pero una de estas novelas se dedicó a mostrar la vida de un estudiante durante el Proceso. Hubo otros casos en los que la ironía se volvió sobre los trabajos que les caen en suerte a los jóvenes, las maneras de alcanzar destinos e identidades disponibles: por ejemplo, en los kioscos, repartiendo volantes, como mozos o mozas de McDonald’s, donde pueden sobresalir como empleados del mes. Una chica que se hace “empanada” y luego guardia urbana empieza a “mirar” el entorno  y elabora teorías sociológicas, que ratifican su vocación y su rol de líder barrial, mediados por la “praxis”. También surge el ocio como dificultad de los tiempos que corren y en uno de los relatos la ex estudiante aprovecha para dar consejos sobre los gatos del Botánico, en una derivación de los tomadores de sol de Arlt, pero, además, ofrece un instructivo para conducirse frente a los profesores y a sus ideologías con el saber. Hay un solo relato en que el personaje se “corrompe” y adopta una postura cínica y manipuladora, aunque la novela se llama La trampera. En otros, es un rasgo, situación o actitud momentánea por las que atraviesa el personaje. Aparecen también escenas que son ventanas para lo social: la droga, la depresión, lo corrupto, tratadas con esa ironía que se arroja a la mirada del lector. Vale decir que lo fragmentario de las lecturas funcionó como posibilidad de escritura. Finalmente, algunos textos no dan un gran salto hacia la ficción sino que permanecen en la estructura narrativa de lo experiencial o maniobran con una materia que sostiene una historia mínima, es decir, el conflicto, el cambio y la resolución. Esto les será devuelto en sus evaluaciones para que se enteren de que, en esta consigna, el aspecto básico es ese manejo adecuado de una forma narrativa, a la que, de todos modos, hay que condensar, estructurar en capítulos, mantener hilada, bien redactada, puntuada, etc. Falta el intercambio de los textos, los comentarios, y la narración de la experiencia de haber escrito la novela.
  El próximo paso será la escritura de textos ensayísticos, pero luego de un encuentro “fuerte” con la práctica, así que quizás se sirvan de ideas surgidas en los relatos. En otro orden, la propuesta plantea un “camino” que se inicia en una palabra más próxima a su posibilidad de ser expresada, con sus dificultades específicas, para que sea menos frustrante “entrar” a  géneros con pautas, como las académicas. Es fundamental que, en algún momento, se reelaboren formas escolares, orales, mediáticas y otras con las que son bombardeados, para trabajar con la palabra escrita. Hay, en muchos de los textos, por ejemplo, una ironización a partir de instructivos, que son una forma menor “dominante” en nuestra cultura. Desde luego, esto no se opone a que se haga intervenir la dimensión del “salto”, que sitúa al que escribe frente a un mayor distanciamiento respecto de su palabra. Pero es importante que el docente conjeture qué procedimientos o discursos movilizaría quien da el salto. Debe quedar en claro que escribir  implica una distancia que hay que resolver con palabras.
  En esta poética interactúan distintos planos o dimensiones con la consigna en sí. Se postula, digamos, la creación de un espacio imaginativo a partir de una estructura acotada que sostiene la forma larga. La escritura de un texto largo implica manejar distintas variables al mismo tiempo, que, en rigor, están juntas: el punto de vista, la historia, el personaje. Eso no quiere decir que alguien no trabaje por zonas o tramos. Pero es importante que lo vaya descubriendo por sí mismo y a través de una propuesta que le haya facilitado su escritura. El entramado con los “modelos en sesgo”, que aquí son el Lazarillo y los aguafuertes, busca ser propulsor y no inhibidor. Son obras que tienen mucho para decir y para hacer decir. Reunidas, generan una especie de choque: la extrañeza de la lengua antigua es, aparentemente, balanceada por lo más próximo del estilo aguafuerte, o, si se quiere, el encuentro de ambos, hace el vaivén para disparar la lengua propia. Entonces, los alumnos van pensando dentro de las estructuras que se han puesto a disposición como principios constructivos, porque a esto los obliga la consigna, pero también atrae matrices, saberes, discursividades o relatos anteriores. Estoy dejando de lado lo que se dice durante las clases, lo que se conversa, mientras se prepara la escritura. De esto, no sabemos qué van tomando, hasta que encontramos marcas en los escritos; sin embargo, entienden bien, en estas aperturas conversacionales, cuántos aspectos están en juego y por qué ponemos restricciones. Por ejemplo, yo les decía: “no pueden resolver la trama tipo película norteamericana, con un marciano”. Esta crítica ubica en un plano de significación lo que es una trama compleja. Como espectadores de cine ellos son buenos críticos si las resoluciones son simplistas. Quiero decir que uno hace muchas cosas al ponerlos a escribir y habilitar ese espacio que llamé de la experiencia: apunta directamente a la dimensión creativa. Los resultados pueden ser dispares, pero incluso aquel que no haya ideado una historia muy imaginativa tiene la posibilidad de crear un relato en el que valgan la forma de narrar, los dilemas del personaje, o la lengua en sí, todo lo cual es componente de la narración novelística.
  Cuando escriben textos complejos, sean o no de ficción, deben enfrentar gran cantidad de otros textos y de problemas al mismo tiempo. No se trata de que todo el mundo escriba de una sola manera o de que haya que resolver todo a la vez porque esto no es necesariamente lo que se hace al escribir, en un primer momento. Por el contrario, en las experiencias con textos ensayísticos, en las que deben obtener alguna hipótesis, no siempre está al comienzo sino al final, que es cuando la han encontrado. Pero una experiencia “fuerte” con la práctica, que sea a la vez realizable, les permite enterarse de muchas de las cosas que suceden al escribir, de las que no es la menor, que ellos solos decidan cambiar un texto. Y cada uno presenta una hipótesis subyacente sobre qué es escribir, qué es la puntuación, y logran exponerla, de modo que se realiza con el docente una especie de “contrastación de hipótesis”.  
 Cada tarea de escritura es un universo minúsculo en el que se concentra el que escribe y, si ha podido ingresar ahí, en adelante, la tarea quizás no se le simplifique pero ya sabe un poco más de qué se trata y deberá ir encontrando respuestas a medida que escriba. La narración es una de las estructuras que acompañan la subjetividad desde épocas inmemoriales y si alguien puede contar algo, no por eso deja de enfrentar dificultades, emocional y estructuralmente, confrontando lugares comunes. Los géneros contienen formas de mirar el mundo y concepciones sobre qué decirle o no al lector. Para hacer realizable la escritura también hay géneros que son más aptos que otros, y albergan salidas y restricciones. Cuando alguien se pone a escribir, empieza a conocer esa característica de las estructuras, a lidiar con ellas y a reutilizarlas. Habla de lo que hizo y de los problemas que tiene con un nivel de claridad muy alto, que facilita y vuelve comprensibles las observaciones del docente. En esta modalidad, se logran buenos mejoramientos y, aunque no siempre se pueda torcer el rumbo de lo elegido, el alumno lo reconoce. Muchas cuestiones que se consideran en forma dispersa o separadamente se van “ordenando” o relacionando como por su cuenta, o surge un aspecto saliente al que se avocará el que escribe. 
  Entiendo que en una época de tan alta especialización, los discursos, las formas de abordar el conocimiento, las maneras de escribir o decir algo, parecen de mayor calidad cuanto más específicas y recortadas sean las reglas que las organizan, aun cuando ya se ha dicho bastante en cada ámbito. Sin embargo, por debajo hay un magma inexplorado en donde conviven formas y restos de formas. Estoy segura de que hay miradas que saldrán a la luz o podrán formularse si entran en contacto con formas diferentes, menos banales, menos categóricas, que abran perspectivas a las palabras, pero es necesario que el encuentro con lo que se lee haga ese fogonazo, para lo cual es clave que alguien lo vuelva utilizable como posibilidad de decir. Muchas de esas posibilidades están contenidas en viejas formas de narrar y de pensar, y hay que mostrar de cuán antiguo vienen algunas innovaciones.
  Si bien no creo, como dije, que escribir pueda simplemente “enseñarse”, he comprobado que, después de ciertas experiencias, algunos desean proseguir. Si, como en este caso, se trata de un periodista “a futuro”, me interesa que alcance una voz personal e interesante, hecho difícil en los medios masivos, pero que no me impide elegir el punto de partida artístico, para que aun siendo “menor”, pueda desplegarse en la amplitud que máximamente la contiene: la literatura, y ver desde ahí tantas cosas.



Bibliografía
Anónimo, Lazarillo de Tormes y Francisco de Quevedo, Vida del Buscón Don Pablos, México, Porrúa, 1990.
Arlt, Roberto,  Aguafuertes porteñas, Buenos Aires, Losada, 2001.
Benjamin, Walter, “El narrador”, en Para una crítica de la violencia, Buenos Aires, Taurus,        
1998.
Saer, Juan José, “La narración-objeto”, Buenos Aires, Seix-Barral, 2001.