La lectura como producción

Por Jorge Warley

Al nacer la década del setenta del siglo pasado Roland Barthes publicó un artículo corto y ya clásico que lleva por nombre “La muerte del autor”. El escrito, que tiene un estilo propio del manifiesto y busca polemizar con las perspectivas “humanistas” en relación a la apreciación estética y las nociones clásicas de “obra”, “crítico” y “autor” –corrientes que por ese entonces cargaban contra los postulados estructuralistas-, concluía con una consigna casi de tinte político que rezaba, palabras más o menos, que se necesitaba la muerte del autor para que, de una vez por todas, el lector pudiera nacer.
Más allá de su valor propio, la mención a las palabras del especialista francés sirve más bien aquí por su carácter de destacado ejemplo; porque más allá de este apellido, se estaba abriendo camino con paso renovador una perspectiva crítica que, con trazo grueso y más allá de sus diferencias, aquí llamaremos de una manera englobadora teoría de la lectura. Pueden citarse al respecto otros nombres de autores y obras, anteriores y posteriores al texto que hemos elegido para abrir esta ponencia. Podrían enlistarse en desorden la popular Obra abierta de Umberto Eco, el artículo “¿Qué es un autor?” de Michel Foucault, el rescate de la semiología literaria del checo Jan Mukarovsky, algunos de los capítulos de Semiotiké de Julia Kristeva; un poco más allá los libros de Hans Jauss y Wolfgang Iser y su teoría de la recepción; quizás la variante hermeneútica desde Hans-Georg Gadamer hasta Paul De Man; y hasta, un poco más allá de lo estrictamente estético, la conocida fórmula encoding/decoding del pionero inglés de los estudios culturales Stuart Hall, o hasta, ya en su descendencia local, la distinción entre las gramáticas de la producción  y las gramáticas del reconocimiento que menciona Eliseo Verón siguiendo el camino de Charles Peirce; tal vez incluso muchas de las inspiraciones suscitadas por la obre de Jorge Luis Borges. Obviamente aquí se establece este conjunto de relaciones y conexiones como un contexto operativo y general de referencia, y sin otra intencionalidad.
Las observaciones que siguen tienen dos cometidos, ninguno de ellos –que quede claro desde ya– se desarrolla aquí más allá de una apuesta de tinte programático.
La primera parte versa sobre ciertos “cambios” operados en la educación argentina en el área de la enseñanza de la literatura y que se ofrecen de continuo como la prueba de su modernización y acople con el ritmo vertiginoso de los tiempos que corren. La segunda parte, en particular teniendo en cuenta algunas opiniones excesivamente contenidistas en relación con las transformaciones que deberían operar sobre la literatura en la escuela media, intenta ser una apuesta más inteligente y, en el fondo, verdaderamente ideológica y política, aun cuando las apelaciones demagógicas a veces enturbien la visión.
La educación es un sistema social de transmisión de la cultura, es decir, de aquello que unas generaciones consideran necesario, por razones varias, transmitir a las generaciones por venir. Más allá de cualquier otra consideración, que aquí se dejará al margen, la llegada definitiva de la ciencia a la educación coincide con el establecimiento del sistema escolar moderno, estatal, laico, y fue un arma de la ascendente burguesía en su combate histórico contra la nobleza y el clero. Por supuesto que el mínimo contexto que aquí se describe está cruzado por las más profundas tensiones, que se reduplican en un país semicolonial como lo es el nuestro. De cualquier manera su mención era necesaria porque hacen al fondo que estos breves apuntes necesitan delinear para seguir avanzando. Los escalones que transitó la institución educativa en su desarrollo, sus hitos y transformaciones, muestran una y otra vez avances y retrocesos que en las últimas décadas y hasta hoy, precisamente el período que coincide con una educación definitivamente masiva, se precipita en la descomposición, proceso del cual quizás, y habría que demostrarlo, se puede exceptuar a un muy pequeño segmento social que cuenta con recursos y privilegios especiales.
Hace ya tiempo, en progresiva aceleración desde mediados o fines de la década del sesenta, que los llamados géneros populares o “menores” fueron incorporándose a las currícula de estudios de las escuelas, los colegios y las universidades. Lo hicieron por una suerte de derrame que comenzó en las cumbres de la educación superior, donde esas formas culturales empezaron a ser rescatadas y prestigiadas, por saberes como la antropología, la sociología, la historia y la semiótica, para mencionar algunas disciplinas centrales, alimentadas también por cuestiones ideológicas y políticas, y el rumor de a poco se extendió al conjunto de la educación. Homero Manzi y Enrique Discépolo se agregaron a las antologías poéticas, las historietas dejaron de ser sólo para niños que sueñan con ser superhérores, después le llegó el turno a las canciones de rock, y a los talleres de radio y al análisis de la publicidad o las series de televisión… La expansión estuvo acompañada por un recambio generacional y por el crecimiento, en un primerísimo lugar, de la oferta editorial.
La llegada de estos géneros populares a la escuela se vivió con la certidumbre ideológica de la modernización de formas y contenidos que, por fin, lograban hacer temblar la vieja estantería enciclopedista propia de la escuela tradicional, a la vez que, supuestamente, posibilitaban al docente obtener el rédito suplementario de acercarse a los “intereses” de los chicos y adolescentes y, de paso, lanzarse a la discusión final que derribaría la pared aristocrática que separa la “alta” cultura de la cultura masiva y popular.
Nada de malo hay en tales adquisiciones y combates culturales, no deberían ser sino saludados y aprovechados, incluso por los aires democráticos potenciales de los que pueden ser portadores. Nada malo hay, todo lo contrario, en llevar a las aulas y pizarrones zambas de Manuel Castilla y Gustavo Leguizamón, canciones de Cátulo Castillo, Bob Dylan, Chico Buarque y Miguel Cantilo, historietas de Hugo Pratt y Frank Miller, etc. Lo que sí debía haber llamado la atención es la facilidad y el incentivo con que tales rescates fueron respaldados a partir de la sanción de la Ley Federal de Educación. Entre las primeras cosas a subrayar está la evidencia de que se trataba de un modo absolutamente superficial y pueril, en áreas como Lengua y Literatura, para instalar el vocabulario del “cambio” y la “transformación”. Un nuevo docente nacía, dispuesto no a fatigar a sus alumnos con la normativa en el uso del gerundio sino a compartir con ellos los capítulos de Los Simpson para después, partiendo de sustancia y forma tan familiar, gozosa y cercana, elevarse hacia la noción de estructura narrativa. Si hace pocos meses asistimos asombrados a documentos oficiales que especulaban sobre la utilización pedagógica que podía dársele al Mundial de Fútbol, es evidente que la creatividad y la inventiva para estimular la educación patria carece de  límites…
Muchos de los cursos de capacitación, armados a las apuradas e implementados a una velocidad todavía mayor, se llenaron de este tipo de recursos que posibilitaban el “acercamiento” del mundo escolar a la “realidad” cotidiana de los chicos y debían recoger, necesariamente, un estímulo extra para la asimilación de los contenidos que se juzgaban básicos e imprescindibles.
Nuevamente merecen ser mencionadas aquí las empresas editoriales especializadas en textos escolares. “Santillanas” y compañía, grandes filiales de empresas multinacionales pero también algunos emprendimientos nacionales que se contentaban con bastante menos, encontraron la justificación perfecta para aumentar su apuesta de diseños atractivos, mucho color, ilustraciones gigantescas, fotos de Fito Páez y Madonna en la página que seguía a los retratos de San Martín y Mariano Moreno, originales cuestionarios para charlar después de la cena y reconstruir la historia propia o mapas posibles para sintetizar la historia del barrio, etcétera. Por su parte, estos “saberes” nuevos les venían como anillo al dedo a maestros y profesores flacos de actualización, sin dinero para acceder a libros y publicaciones especializadas, sin tiempo para preparar las clases.
Es decir, en síntesis, que la llegada de los diarios, las revistas, la radio y la televisión a las escuelas de hecho cumplió una función absolutamente demagógica, por un lado, y fuertemente encubridora por el otro. En el mismo sentido puede estimarse la recuperación de la “literatura actual” que, a las apuradas y sin demasiado debate, algunos profesores incorporaron con el aura de modernización que siempre arrastra consigo lo inmediato, aunque esto sea nada más que el producto azaroso de aquello que el docente está leyendo por fuera de cualquier desempeño pedagógico.
Se daba la imagen de profesores jóvenes, modernos, atentos a los gustos de los estudiantes y sus “necesidades”; en realidad, éramos trabajadores mal pagos, explotados, flexibilizados, extorsionados, para que tomáramos los cursos de capacitación que de nada servían pero que otorgaban puntaje, desactualizados, sin plata ni tiempo para leer un artículo cada tanto. Era simétrica la imagen de alumnos dinámicos, que podían encontrar alguna utilidad a las muchas horas que pasaban frente al televisor o que, en lugar de gastar plata en “materiales didácticos”, se las arreglaban bien pidiéndole a la vecina que les guardara el Clarín del día.
Estudiantes que concurren a colegios, dicho sea de paso, que también carecen de una estructura básica de laboratorios más o  menos equipados, bibliotecas con abundantes ejemplares de los libros más utilizados, algunas revistas útiles para la consulta, etc. Como se verá el proceso acompañó bien la desaparición de la escuela media, su primarización o infantilización, según términos en boga, puesto que precisamente se trata del ciclo medio donde los estudiantes comienzan a acceder a textos y prácticas de una mayor complejidad.
El resultado ya lo conocemos de sobra, y ronda la esencia de las transformaciones que la reforma pedagógica trajo consigo: la descalificación del conjunto de la educación y el trabajo docente, maestros y profesoras convertidos en no mucho más que cuidachicos, costos baratos para el Estado y la posibilidad para unos pocos de acceder a formas educativas de un nivel más decente.
Con relación a la literatura que habita el sistema educativo en sus diferentes niveles, los apuntes críticos que han inspirado el ciclo de transformación, pero también muchas de sus críticas, suelen hacer hincapié en la necesidad de variar autores y obras. Por supuesto que éste es un punto a discutir, pero no parece ser hoy el más importante, y en ese sentido la segunda parte de esta ponencia quiere promover una iniciativa.
La antología patria de cuentistas, poetas y novelistas está abierta a permanentes inclusiones y exclusiones. No nos parece que sea una cuestión que valga la pena discutir. Una simple observación práctica: dado el caos que la Ley Federal de Educación trajo consigo y que ahora los debates acerca de la “nueva” Ley de Educación Nacional renuevan, uno de los “beneficios” ha sido que estos “listados” sean materia de continua revisión. Salvo en algunos establecimientos a cargo de directores conservadores a ultranza, en el área de la literatura los profesores de las escuelas medias tienen una relativa libertad en torno a qué dar y qué no dar, y sobre qué períodos, obras o escritores se va a trabajar. Nada tiene de raro conjeturar que muchos colegios, siguiendo el impulso de la buena conciencia ciudadana, han visto en esta área –de manera parcial o completa– la “Carta abierta a la Junta Militar” u Operación Masacre de Rodolfo Walsh; que los profesores utilizan fuentes literarias para ilustrar el lado negro de la conquista americana, el exterminio del indio, la persecución del gaucho y del inmigrante; que otros profesores incluyan textos del llamado “realismo social” para dar cuenta de la situación de amplios sectores sociales a comienzos del siglo XX (y después también) en el territorio de América latina. Es probable que esta último juicio este demasiado ceñido a la realidad propia y la que me transmiten mis colegas de la ciudad de Buenos Aires, y deba ser ajustado para otras regiones de la Argentina, pero tampoco este raparo modifica sustancialmente lo que aquí se sostiene.
No parece la revisión de este canon de la lectura “enseñable”, que de hecho se da de continuo, el punto central del debate. Éste debería ser otro, que bien ha sido alimentado y apuntalado por las corrientes de la teoría y la crítica literaria de las últimas décadas, en particular en la zona que se indicó al comienzo.
La referencia es hacia el proceso de lectura. El trabajo arduo para lograr que los estudiantes adquieran las herramientas necesarias para la comprensión lectora de los textos complejos.
Éste sí es un punto central. Lo que el estudiante de la escuela media, a medida que avanza en los años de cursada, debería ir aprendiendo cada vez con mayor fuerza y precisión es que no hay un Martín Fierro sino muchos; que no hay un Facundo, una Alfonsina Storni o un Julio Cortázar, sino que todos ellos son especies que se han ido multiplicando al calor de las lecturas, de las lecturas que se alimentan de lecturas anteriores y de aquellas otras que las niegan y pretenden desplazarlas o enterrarlas. Y si éste es el centro de la cuestión, es precisamente porque a partir del momento en que esa pluralidad se logra volver consciente el arte y la literatura sufren de inmediato un proceso de desfetichización y, en consecuencia, de verdadero aprovechamiento.
Por supuesto que no se está hablando aquí de lecturas individuales, de una suerte de relativismo romántico según el cual cada uno lee lo que quiere según los dictados de su sensibilidad, sino que estamos hablando de lecturas sociales, “pesadas”, que se corresponden con estéticas, momentos históricos, clases y grupos sociales, ideologías. En pocas palabras, los estudiantes aprenden que toda lectura es un fenómeno histórico, como histórica y social es cualquier constitución social, incluida la del sentido.
La tarea es en apariencia sencilla. Consiste simplemente en que el docente “arme un cuadernillo” donde, aunque sea de manera fragmentaria, se enfrenten las consideraciones que, siguiendo con el ejemplo del Martín Fierro, realizaron los diferentes sectores intelectuales y políticos de la Argentina del siglo XIX, los anarquistas en el momento de la constitución de los primeros sindicatos, los socialistas, Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, Jorge Luis Borges, Leonidas Lamborghini, Beatriz Sarlo, Jorge Rivera, Josefina Ludmer, David Viñas, entre otros, para que el estudiante advierta el debate de las lecturas que buscan apropiarse de la obra de José Hernández, y empiece a “rascar” la superficie de esas versiones para ir tentando su raíz.
Si tal sencillez es sólo aparente, esto es debido a las limitaciones materiales de su implementación. La realización efectiva de lo propuesto -la mención al “cuadernillo” pretendía ser entre inocente e irónica- demanda docentes capacitados y actualizados, y el acceso a materiales que no están al alcance inmediato de la mano, bibliotecas útiles, eficaces y gordas. Para cualquier profesor que haya peregrinado por los manuales de texto de la variopinta y multicolorida oferta editorial es evidente que en ellos no se ofrece un acercamiento de este tipo.
Otra dificultad resulta en que un trabajo de estas características obliga necesariamente a recortes fuertes en lo que atañe a la cantidad de textos abordados en un plan de estudios anual de literatura, y esto es por la evidente razón de que cruzar materiales tan diversos sobre un texto clásico, contextualizarlos, presentar a los autores de las diversas perspectivas críticas, reseñar el fondo teórico del cual esas perspectivas se nutren, etc., insume una gran cantidad de tiempo. 
Los fundamentos y la letra de la Ley Federal de Educación, al igual que todos los materiales -técnicos e informativos- que la antecedieron, y los que ahora se anticipan en los borrosos folletos que propagandizan la Ley de Educación Nacional, al menos en el ámbito de la Lengua y Literatura, han insistido con una pasmosa recurrencia en torno de todas las variantes posibles del término “crítico”; en realidad, la práctica demostró que el único resultado de la puesta en marcha de tanta “transformación” pedagógica y curricular ha sido vaciar completamente de sentido a esta palabra. Desfetichizar, arrancar las obras de arte y la literatura de la alienación castradora con que las ha bañado y convertido en estatuas una ideología reaccionaria, tomara el disfraz que tomara, es la primera tarea verdaderamente crítica que deberíamos los profesores del área discutir y llevar adelante.
Va de suyo que los impedimentos y obstáculos para que su realización sea una realidad efectiva se da de lleno con las terribles limitaciones que impone el presupuesto educativo y abre, en consecuencia, la necesidad de pelear por su ampliación en una dimensión que excede el marco estrecho de esta ponencia.